30.11.07

Presentación de Al final del vacío, de J. M. Servín

LAS NECESIDADES BÁSICAS DE LA HUMANIDAD Y OTRAS SUGERENCIAS PARA SOBREVIVIR AL VACÍO, SEGÚN JOTAEME

Por Néstor Robles

He visto el futuro, hermano, es asesinato.

The future, Leonard Cohen


La violencia es lo que nos une hoy aquí, a lado de Juan Manuel. Y pensar en violencia me hace recordar la primera vez que me asaltaron. Tenía 13 o 14 años. Pasaba por el parque Benito Juárez, atrás de la 5 y 10, camino a la secundaria cuando dos cholos se me plantaron enfrente pidiéndome una cuota de 5 pesos para pasar. Me negué rotundamente arguyendo que no tenía dinero, pero el ingenuo de mí palmeó los bolsillos del pantalón y unas monedas sueltas retintinearon con el golpeteo. No te hagas pendejos, si sí traes, me dijeron y sentí una punta en la nuca. Tuve que sacar la moneda y pagar. Les di 10. Me alejé en shock sintiendo un cosquilleo arriba de la espalda. Me quise sobar, pensando que habían presionado muy fuerte el desarmador pero encontré una enorme cucaracha que lancé al momento de sentirla. Luego las carcajadas cholescas. Carcajadas de locura.

Pasan ocho años y nos remontamos a un par de meses atrás: Yo espero el camión, de nuevo en la 5 y 10, saco mi celular para ver la hora porque, según yo, está retrasado, cuando dos cholos se me acercan para preguntarme ¿Qué hora es?, y luego me tiran el primer puñetazo en el hocico al querer yo retroceder y grito y tiro golpes a lo loco tratando de defenderme y apretando mi mano para no soltar el aparato. Luego en el piso recibiendo patadas. Más golpes. Luego se alejan. Me levanto. Un cuate me grita desde la acera de enfrente si estoy bien. Sí, le digo, escupiendo sangre. No me quitaron nada. No lo solté, pienso triunfante. Tiempo después escucho una noticia en el 12 que narra la muerte de un adolescente al querer defenderse de un asalto: dos malandros le quisieron quitar el celular y recibió un puntazo en el pecho. En estos momentos pienso que pude haber sido yo. O a lo mejor sí fui yo y me acabo de dar cuenta y en realidad me estoy haciendo pendejo aquí arriba, haciéndome el vivo.

Sus risas me confirman que no.

Casos así, miles en México. Así es de violento el país.

Total. He tenido la oportunidad de leer Al final del vacío, de J. M. Servín. Confieso nunca haber escuchado sobre él antes. Durante tres semanas leí en camiones y taxis mientras me transportaba a la escuela. Y no me arrepiento. No me arrepiento haber adentrado a unas hojas embarradas de violencia y sangre, de haber sobrevivido a 300 páginas de una ciudad corrupta, como de final de créditos de película: cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.

“En esta ciudad todos cargamos un crimen” (9), es la enganchante primera línea que nos da la bienvenida a una futura ciudad de México en donde se vive “el año de la tolerancia cero” (18) y una epidemia extraña parece invadir el país. A la manera de 28 días después, aquella película de la que George Romero se mofa diciendo que esos infectados nos son zombies, parece ser que en el aire flota “un virus de furia que incita a sanguinarios enfrentamientos callejeros” (33), y aumenta los homicidios y los suicidios. Una ciudad divida por pandillas y barrios, en donde alguna vez hubo multas absurdas “por tirar basura, por no recogerla, por fumar en lugares públicos, por no cruzar la calle en las esquinas o hacerlo en luz roja, por escupir, por no saludar a la bandera, por reír a carcajadas” (54), una población que ha perdido la capacidad de asombro y decidió tomar la justicia por sus propias manos para defenderse de las barriadas de delincuencia, una ciudad ubicada en un país quebrado de un mundo hecho mierda. En fin, una ciudad en donde se ha desatado el infierno en la tierra. “Una ciudad de nota roja” (34), escribió Servín.

Es en este escenario en donde se desenvuelve el protagonista de esta historia, del cual nunca sabemos su nombre, y que yo, por tributo al autor, llamaré Jotaeme. Jotaeme es mitad terco, mitad vale madre y se crió dentro de una familia disfuncional, típica en México, de la que parece marcada con la tragedia del Destino. Jotaeme disfrutaba de leer a escondidas libros sobre crímenes verdaderos y ver las notas y series policiacas. Gracias a esto y a los consejos de amigos pandilleros, Jotaeme es inmune al asombro. La filosofía de Jotaeme se basa en ciertas necesidades, que a continuación cito: “Tenemos cuatro necesidades básicas sin jerarquías: comer, dormir, cagar y coger. Una vez satisfechas logramos preciados momentos de paz” (49). Y él comparte estas necesidades con una mujer: Ingrid, que de repente parece haber desaparecido.

A lo largo de la novela seremos testigos de la búsqueda de su mujer. Más que una búsqueda de la pareja, es una búsqueda del sentido de la vida, pues, constantemente, notamos ciertos guiños existencialistas. Más concretamente en líneas como “Si todo da lo mismo, la vida de cualquiera está de sobra” (43), o “Al despertar, lo primero que me pregunté es por qué seguía vivo” (266).

En este sentido estamos ante una novela negra, basándome en las características que comparte con el cine negro, que a continuación expongo.

Además de la obvia relación del crimen con la novela negra tenemos otros puntos que coinciden en su categoría. Jotaeme huye de la carga de un pasado angustioso que le dejó un complejo de total soledad y aislamiento. No puede escapar de él y por eso presenciamos varias retrospecciones de su vida que bien funcionan como flashbacks para explicar ese pasado y compartir su punto de vista pesimista a causa de la pobreza. El Destino parece regir su camino, pues se menciona un tipo de maldición en su familia, pues al “destino no le interesa los logros de nadie” (87).

En toda novela negra tenemos un detective o un buscador de la verdad. Y precisamente, es Jotaeme ese buscador de la verdad. Pero noto algo muy curioso, pues, al mismo tiempo que él es el “detective”, también se convierte en el perseguido. Perseguido por el pasado, por los peligros de la ciudad y los Dingos, una pandilla que mata por placer, mata porque no tiene nada que perder.

De nuevo, podemos hacer mención de la ciudad. El paisaje urbano es el que domina la historia e influye al carácter de los personajes. Un paisaje de clima azufroso, de infierno, que hace tener “miedo al futuro y tedio al presente” (274). La ciudad está en un alto grado de contaminación. Tanto así, que Jotaeme se llega a preguntar “¿por qué los perros no se mueren cuando se comen a los pájaros que caen envenenados?” (76). Y por supuesto que no podía faltar la mujer fatal: Ingrid, la culpable, según Jotaeme, de todo lo que le pasa.

En toda esta “telaraña de crímenes absurdos” (19), llena de imágenes de muerte, crudas, violentas, parecida a una larga pesadilla, lo único que queda es recordar para vivir y morir al mismo tiempo. Jotaeme se mantiene vivo recordando su niñez durante la búsqueda de Ingrid. Y, sin embargo, para él, “recordar es una manera de morir” (248). Nuestro protagonista se da cuenta de que, sin importar lo que haga, de todos modos va a la deriva. Al vacío. Aparece entonces ese vacío que ha dado título a la novela. El vacío como el orgasmo. El vacío como la muerte. El vacío como la vida. Y ese vacío se llena de una imaginación catastrófica para escapar del encierro viajando a través del tiempo. Justo como una novela que Jotaeme lee casi al final de la historia (269).

Debido a la última golpiza narrada al inicio de este texto, he quedado un poco paranoico. Terminé el Vacío y me resta pensar cuándo nos llegará este caos bíblico. Quién sabe. Parece ser que ya comienza.


Texto leído para la Presentación de la novela

Al final del vacío, J. M. Servín

CECUT, Tijuana, B.C.

Noviembre 2007