La muerte es un buen negocio. La cercanía de mi casa al Monte de los Olivos, el famoso cementerio, me obliga a pasar en camión a lado de él. Hoy, el tráfico está un poco más apretado de lo normal, una fila de autos espera la oportunidad de acaparar un espacio en dónde estacionarse para poder bajarse y visitar a sus muertos. Llevarles su tequilita, sus tamalitos, sus flores de cempasúchil.
En la radio, al locutor se le ha ocurrido la grandiosa idea de recibir llamadas de la gente que quiera compartir a quién recuerdan este día de muertos. A lo mejor así suben un poco la popularidad de la estación. Al menos por hoy.
Nos gusta sufrir, abrir viejas heridas, porque sufriendo nos damos cuenta de que seguimos vivos, que tenemos la suerte de seguir probando los manjares terrenales, rozando nuevas pieles, oliendo los mismos perfumes, viendo más películas, el cuerpo desnudo de la amante, aprovecharlo antes de que se nos vaya, antes de desvanecerse.
Yo no tuve que hacer fila para entrar al cementerio. No tengo a nadie esperando a que le hable. Mi experiencia con la muerte ha sido limitada. La respeto. La temo. Estoy enamorado de ella: la pienso a cada rato. De esos amores que nunca quieres encontrarte, pero sabes que algún día tendrás que compartir la cama.
Las únicas veces que he estado en un cementerio fueron para grabar un cortometraje de aparecidos y acompañar a alguien. Hace poco falleció la mamá de un querido amigo. Su confusión era tal, que no sabía sí llorar o reír. Optó por las dos. Aunque me resistí al principio, me convenció a acercarme al ataúd. Mientras nos acercábamos, las piernas me comenzaban a flaquear. La vi: el pelo blanco, bien maquillada. Algunas manchas de sangre en el vestido. Ha sido el primer cuerpo muerto que he visto en vida real. Parecía de cera. Algo me dijo que era una broma. No lo era. Los gritos, los quejidos, las lágrimas eran reales.
No sé cómo voy a reaccionar a la muerte de mis padres. De mis hermanos. Mi novia. Un amigo. En la secundaria solíamos burlarnos al imaginarnos en el ataúd. Nos sentíamos lejos de estarlo. Ahora estamos más cerca conforme avanza el tiempo, ese hombre travieso de pantalones cortos y bigote recortado, como lo describiera el Moncho, un buen amigo. Estamos más cerca del ataúd: el tráfico y las calaveras lo comprueban.